Soacha ya no tiene fronteras claras que la dividan de Bogotá. Sus habitantes van y vienen a la capital diariamente, soportando el denso tráfico que puede llevar, desde el corazón de la gran ciudad, más de una hora de recorrido. No es un barrio marginal, como algunos creen, es un municipio ubicado al sur de la Sabana, cuyas tierras áridas dan vida a un paisaje rojizo y polvoriento sobre el que se levantan casas multiformes de ladrillos del mismo tono. Es ruidosa y apretada. Su gente humilde camina por estrechas calles, mientras los carros se apiñan en las escasas vías modernas que la conectan con la capital de Colombia.



Hoy tiene 808.288 habitantes, según la proyección poblacional que hizo el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (DANE) en 2018, cuando ejecutó el último censo nacional, en el que anunció que este municipio tenía entonces 660.179 residentes. No obstante, Eleazar González Casas, alcalde de la época, se negó a aceptar la cifra y decidió realizar un censo “soachuno” con funcionarios del municipio para demostrar que allí vivían más de los que cabían. El conteo dio por resultado 1.0003.000 habitantes.



La disputa no es menor, y el alcalde lo sabía, porque del número de habitantes depende el presupuesto que le asignan para atender las necesidades de la gente que, en este lugar, se encuentra clasificada entre los estratos cero y tres. Esto significa que la mayoría sobrevive con el salario mínimo o con menos. En eso ambos censos coincidían.



Soacha es un nombre que retumba en la mente de los colombianos y latinoamericanos, por cuenta de un grupo de madres de esta región que tras descubrir que sus hijos habían sido asesinados y presentados como guerrilleros, se apoderaron de los micrófonos de los medios de comunicación y los megáfonos comunitarios para gritarle al país y al mundo que a sus hijos se los habían llevado engañados hasta Cúcuta, una ciudad a más de 700 kilómetros (14 horas en carro), para matarlos a sangre fría y sumar sus cadáveres a la lista de supuestos combatientes dados de baja por el Ejército de Colombia. Las reconocidas madres de Soacha develaron un capítulo de terror del conflicto armado, que no solo tenía a Soacha por protagonista sino a muchas otras ciudades del país.



Hasta entonces poco se hablaba de ese lugar en los grandes medios, a pesar de ser desde finales de la década de los noventa uno de los principales municipios receptores de desplazados del conflicto armado y, desde 2018, una ciudad a la que llegan frecuentemente migrantes venezolanos. Por eso en su plaza hay una lluvia de acentos nacionales y extranjeros de quienes buscan oportunidades en un territorio que carece de suficientes recursos para poder asegurar a todos calidad de vida. Incluso, ante la discusión por el censo poblacional, el entonces alcalde decía a los medios de comunicación que Soacha contaba con 55.000 víctimas del conflicto armado y era el hogar de aproximadamente 12.300 desplazados de Venezuela.




Oscar Alfonso Roa, investigador en estudios urbanos, planificación y desarrollo de la Universidad Externado de Colombia, explica que Soacha y Bogotá son las dos ciudades que le ponen “la cara al país en materia del desplazamiento forzado de larga duración, que no tiene retorno”. Esto ocurre por el mercado del suelo, dado que “es más fácil tener una vivienda por los mecanismos que tiene Soacha: allí es más fácil construir una vivienda informal”.



Sonia Vargas, investigadora de la macroterritorial Bogotá, Soacha, Sumapaz de la Comisión de la Verdad, coincide al asegurar: “Muchas veces llegan (personas desplazadas) a sectores de Soacha que no están legalizados y compran lotes o predios que tienen una pequeña construcción a muy bajos precios, pero legalmente no son beneficiados, sino que lo que tienen son títulos de propiedad más no una escritura pública”.



El fenómeno no es nuevo. Desde la época de La Violencia llegan campesinos huyendo de las guerras que se acentúan en las ruralidades colombianas y que los dejan sin tierras, buscando un nuevo espacio. Esa es la historia de Altos de la Florida, ubicada en la Comuna 6 del municipio.



Un artículo de Colombia 2020, publicado en mayo de 2016, relata que “Los llamados 'tierreros', por lo general vinculados a grupos armados no estatales que controlaban —y aún controlan— partes del territorio, aprovecharon la nula presencia institucional para vender las tierras de manera ilegal a los desplazados. Con falsas promesas de compraventa engañaban a las familias de limitadas capacidades económicas. Los habitantes dicen que no era difícil conseguir un predio: lo vendían desde $200.000 y se podía pagar en cuotas o incluso se cambiaba por electrodomésticos”.



Tanto desplazados como migrantes encuentran en Soacha un espacio con costos bajos de vivienda. En 2017, cuando Colombia enfrentaba la primera ola migratoria de venezolanos, el valor del metro cuadrado para vivienda familiar era de 500 mil pesos, mientras que, para la misma fecha, en promedio el valor del metro cuadrado en barrios de estratos 1 y 2 en Bogotá era de 1.896.300 pesos, según resolución de la Secretaría de Planeación y Desarrollo Territorial de Soacha y Bogotá respectivamente.



Estos costos confluyen en el mercado ilegal de tierras con precios que se acomodan a la economía de quienes llegan con muy poco o nada de recursos. “Una informalidad que está impulsada tanto por la lógica del desplazamiento, pero también por la del conflicto, lo que significan tener intermediarios, vendedores de lotes, todo el mercado que se crea también en términos de esa informalidad que termina generando una presión mucho más fuerte en estas zonas y que tiene en este borde de Bogotá- Soacha una dinámica de las más críticas del país”, explica Vargas.



En efecto, Eloisa Vargas, analista de la Dirección de Territorios, de la macroterritorial Bogotá, Soacha, Sumapaz de la Comisión de la Verdad, amplía el enfoque al asegurar que en el país muchos procesos de urbanización están atados al conflicto. “Yo no puedo hablar de la urbanización en Soacha sino hablo del conflicto armado. No es una urbanización que se dio por atracción económica y de manera espontánea, mucho menos es una ciudad planificada. ¿Qué me queda?: una ciudad refugio que se configuró por la llegada de desplazados”. Por lo tanto, asegura que para la Comisión hay unas ciudades refugio que ameritan unas políticas que trencen diversas dimensiones -social, cultura, geografía- entre ellas, especialmente, Soacha. También nombra a Quibdó, Buenaventura, Tumaco y Soledad.









logos Unidad de Investigación Periodística y Politecnico Grancolombiano

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